V Domingo de Pascua (B)

“Yo soy la vid y ustedes las ramas. Si alguien permanece en mí, y yo en él, produce mucho fruto, pero sin mí no pueden hacer nada” Jn 15, 5


En este V domingo del tiempo de Pascua la Iglesia nos ofrece el evangelio de la Vid y las ramas.

Esta imagen es muy sencilla y muy conocida. La gente en el tiempo de Jesús estaba muy familiarizada con la vid, con el cuidado que se debería tener, con sus ramas y sus frutos.

Conforme como los apóstoles iban asimilando el gran misterio de la resurrección de Cristo, empezaban a recordar sus enseñanzas y solamente entonces podían comprender la fuerza de sus palabras. A lo mejor cuando escucharon por primera vez esta comparación ni le hicieron mucho caso, pues no entendían muy bien que significaba. Sin embargo, después de la resurrección de Cristo todos los recuerdos se llenaron de una nueva luz. Se les abrieron los ojos y el corazón. Solamente a la luz de la resurrección ellos fueron capaces de entender que significaba estar unido a Cristo y recibir de Él la savia para sus vidas.

Cristo está vivo. Él es el vencedor de todo el mal, hasta de la muerte. Nada ni nadie pueden detenerlo o hacerle daño. Entonces estar unido a él, como los ramos están unidos a la Vid, significa tener la misma vida de Él, y así poder producir en nosotros los mismos frutos que Él produce.

Es más, en nuestro mundo, solamente a través de nosotros Él puede continuar produciendo frutos. Su resurrección, su victoria, su amor, su gracia, su misericordia... pueden continuar dando frutos en la historia humana sólo a través de nuestras manos, de nuestras obras, de nuestra vida.

En el bautismo nosotros fuimos injertados en Cristo. Empezamos a hacer parte de su cuerpo. Nos tornamos una rama de esta gran vid. Y Él espera que cada uno de nosotros pueda expandirse mucho y producir abundante fruto, pues quien no lo hace un día será cortado de la vid y morirá. Para crecer y producir frutos necesitamos recibir la savia. Y cuanto más esta sea abundante tanto más vigorosos seremos. Nosotros podemos recibir la savia de Cristo en la Iglesia, sobre todo en los sacramentos y en la oración. Estos son los medios que Dios eligió para alimentarnos en la fe.

Quien se contenta solamente con una señal de la Cruz, o una pequeña oración distraída, recibe seguramente muy poca savia, a lo mejor lo suficiente para no morir, pero no puede producir frutos. Nadie puede dar lo que no posee. Es la participación frecuente a la eucaristía, la escucha constante de su palabra, la intensa oración como dialogo con Dios, que nos llena de la gracia de Cristo, y hace despuntar en toda nuestra vida, en nuestras sencillas acciones y en nuestras palabras los frutos de Dios.

Esta savia es el Espíritu Santo. Es Él quien nos hace productivos en el bien. (¡Sin mí no pueden hacer nada!)

Es importante darse cuenta que nosotros producimos de acuerdo con lo que consumimos. Quien solo recibe la savia del mundo, a través, por ejemplo, de las músicas, de las telenovelas, de los romances, de los chismes, de las páginas de internet... ciertamente producirá en su vida como fruto el egoísmo, la prepotencia, la mentira, la lujuria... Una persona, por ejemplo, que se llena de rock pesante todo el tiempo, que se divierte con los videos games violentos, que frecuenta ambientes de mucha tensión ... no es difícil de entender porque sea agresivo.

Debemos estar unidos a Cristo, y esto no puede ser solo una idea, o una buena intención. Muy en lo concreto, debemos decir que no sirve querer ser cristiano, pero no tener tiempo para Él. Solo la buena voluntad no hace un campo ser productivo. Nadie vive solo teniendo ganas de comer, sin alimentarse concretamente. Lo mismo pasa con la vida cristiana.

Hermano, es el Señor quien nos invita: “Permanezcan en mí y yo permaneceré en ustedes.” El mundo necesita de los frutos de Dios, y a través de nosotros el Señor los puede producir.

El Señor te bendiga y te guarde,

El Señor te haga brillar su rostro y tenga misericordia de ti.

El Señor vuelva su mirada cariñosa y te dé la PAZ.

Hno. Mariosvaldo Florentino, capuchino.

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Ascensión del Señor

“Así, pues, el Señor Jesús, después de hablarles, fue llevado al cielo y se sentó a la derecha de Dios” Mc 16, 19

Ya casi al final del tiempo de Pascua la Iglesia nos invita a celebrar la ascensión de Jesús al cielo.

La Biblia dice que cuarenta días después de su resurrección, habiendo aparecido muchas veces a sus apóstoles, confirmándoles en la fe, el Señor Jesús subió al cielo para sentarse a la derecha de Dios Padre.

Pero, ¿por qué es importante celebrar esta fiesta? ¿Qué es lo que la Iglesia nos quiere enseñar?

Celebramos con gran alegría la venida de Dios en la historia con las fiestas de la anunciación, de la navidad y de la epifanía. Y nos parece muy lógico hacerlo, al final es estupendo conocer el misterio del Dios que nos visita. Pero si no entendemos bien, puede parecer extraño que nos alegremos por su partida.

Ciertamente, celebrar la ascensión de Jesús al cielo, no es celebrar el abandono de Dios. No significa decir que, estando a la derecha del Padre, ahora Él es un Dios distante, que ya no tiene más nada que ver con nosotros. La última frase del evangelio de San Mateo, nos habla muy claramente: “Yo estoy con ustedes todos los días hasta que se termine este mundo.”

La nueva alianza con Dios, fundada en el misterio de Jesucristo, hombre-Dios, es nueva y eterna, y por eso no puede ser quebrada, aun menos por Dios, quien fue el que tuvo la iniciativa de ofrecérnosla.

La Ascensión de Jesús señala entonces el inicio de una nueva fase en nuestra relación con Dios. Ahora ya no tendremos más el privilegio de poder verlo, de abrazarlo, de dejar que él nos lave los pies, de tocar con nuestros dedos sus llagas y su costado, de comer el pan por él multiplicado, pues, como eventos históricos, estas cosas ya pasaron. Pero, como decía san León Magno: “Todo lo que en Jesús fue evento, a través de la Iglesia, son para nosotros sacramentos.” Nuestra nueva relación con él se da en el Espíritu Santo.

Es a través del Espíritu Santo que la Iglesia, en los sacramentos, hace viva y eficaz toda la obra salvadora de Jesucristo. En la fuerza del Espíritu, el bautismo, la confirmación, la Eucaristía, la reconciliación, la unción, el matrimonio y el orden son, para nosotros, el modo sacramental de sentir su presencia con nosotros, todos los días hasta el final del mundo.

Alguien podría pensar que si él estuviera presente “en carne y hueso”, sería más fácil el sentir su acción en nuestras vidas. Pero esto puede ser un pensamiento ingenuo. De hecho, muchos de aquellos que estuvieron junto a Jesús, aun así, no tuvieron fe ni transformaron sus vidas. Muchos, tan encerrados en sus prejuicios, ni percibieron que Dios caminaba con ellos. Por otro lado, con fe, los sacramentos dejados por Jesús son suficientes para experimentar su acción en nuestras vidas, para acoger su reino, para vencer todas las pruebas y para transformarnos continuamente en su imagen.

Por eso, celebrar la Ascensión de Jesús es profesar nuestra fe en su presencia actuante en nuestro medio. Es abrirnos a la gracia de su Santo Espíritu, que nos hace recordar todas sus palabras y sus gestos, descubriendo el sentido profundo de cada uno de ellos y permitiendo que él continúe en nosotros la obra empezada.

El Señor te bendiga y te guarde,

El Señor te haga brillar su rostro y tenga misericordia de ti.

El Señor vuelva su mirada cariñosa y te dé la PAZ.

Hno. Mariosvaldo Florentino, capuchino.

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Sábado de la sexta semana de Pascua

“Salí del Padre y vine al mundo. Ahora dejo el mundo y vuelvo al Padre”. Jn 16, 28


La entrada de Dios en nuestra historia a través del misterio de la encarnación de Cristo nos revela la grandeza de su amor, que no quiso dejarnos perdidos en el reino de las tinieblas. Jesús tenía una misión entre nosotros: mostrarnos el corazón del Padre y conquistarnos para Él. Al concluir su misión en esta tierra, él volvió a la gloria celestial y desde allí nos cuida siempre, escucha nuestras súplicas y derrama siempre sus abundantes bendiciones. La vuelta de Jesús al Padre, llevando nuestra naturaleza humana, es para nosotros la garantía de que estamos conectados con el cielo. Paz y bien.

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Viernes de la sexta semana de Pascua

“La mujer, cuando nace su hijo, se olvida de su dolor, por la alegría del nuevo niño”. Jn 16, 21


Para conseguir llegar a una victoria, tenemos que pasar sí o sí por la batalla. No siempre es fácil soportar los dolores y las renuncias, perseverar en el esfuerzo, sobrellevar el cansancio para llegar a conquistar algo, pero, cuando lo logramos, la alegría de la victoria es tan intensa que nos hace redimensionar el dolor pasado y decir que valió la pena todo el sufrimiento. Quizás hoy, en esta cultura del mínimo esfuerzo o del evitar cualquier dolor, se está perdiendo también el sabor de la victoria. La mediocridad destiñe nuestra vida y la hace sin sabor. Paz y bien.

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