Martes de la sexta semana de Pascua

“El Príncipe de este mundo ya ha sido condenado”. Jn 16, 11


Con el sacrificio de Cristo en la cruz, el enemigo fue mortalmente herido. La entrega total de Jesús, Dios-hombre, por puro amor, fue un golpe fatal en aquel que promueve el egoísmo, la intriga y la división. De hecho, el Espíritu Santo nos lleva a confiar plenamente en Dios, pues nos hace conocer que el diablo está vencido. Como decía San Agustín, él es como un perro muy malo y rabioso, pero que está atado, solo daña a quien se acerca para jugar con él. Él es malo; pero todopoderoso, solo Dios. Si estamos revestidos de Cristo, el condenado ya no nos podrá dañar. Paz y bien.

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Pentecostés

“Ven Espíritu Santo: llena los corazones de tus fieles y enciende en ellos el fuego de tu amor”

Estamos llegando a la fiesta de Pentecostés, con la cual se concluye el tiempo de la Pascua. Desde la resurrección de Jesús, continuamente en las lecturas y en las oraciones, la Iglesia nos ha invitado a abrir nuestros corazones, sin miedo para recibir esta grande gracia: el Espíritu Santo – don de Dios.

Como Dios Padre al inicio del mundo modeló un poco de arcilla y cuando ya estaba listo, sopló en sus narices el halito de la vida, dando origen al hombre, así también Jesús Cristo, con su vida, con sus enseñanzas, con sus milagros, con sus actitudes, con su pascua, fue modelando despacito a la Iglesia y cuando ya había cumplido su misión, ha encontrado a sus discípulos y “ha soplado sobre ellos, diciendo: Reciban el Espíritu Santo.” (Jn 20, 22) Y la Iglesia empezó a vivir.

Del mismo modo que el hombre al inicio, sin el soplo de Dios, no pasaba de una escultura de arcilla, hasta muy linda, pero sin vida, así también la Iglesia, sin el don del Espíritu Santo, no era nada más que una asociación humana y temporaria, hasta con bellas intenciones, pero sin esta fuerza sobrenatural que la distingue.

Del mismo modo que el hombre nace del encuentro de estas dos realidades: la terrena y la espiritual (la arcilla y el halito de Dios), también la Iglesia nace de la interacción de la realidad humana de los apóstoles con el Espíritu Santo de Dios. Es por eso que la Iglesia es humana y divina, es pecadora y santa, es realidad concreta y misterio, es esfuerzo y providencia.

Así como nosotros somos una realidad que ultrapasa a todos los animales, y por eso no se puede aplicar a los hombres las reglas simplemente biológicas, porque somos cuerpo y espíritu, también la Iglesia no puede ser entendida o descripta como una organización más entre las otras, porque en ella actúa el Espíritu de Dios. La Iglesia, cuerpo de Cristo, es animada por el Espíritu Santo. De ahí, su capacidad de sorprender, de vencer las pruebas, de actualizarse en la historia.

Cuando los apóstoles recibieron el don de Dios en Pentecostés, empezaron pronto a predicar la Buena Noticia de que la muerta fue vencida, de que Dios es Emmanuel, de que Él está con nosotros y vive y actúa en nuestro medio. Celebrar Pentecostés es revivir nuestra vocación de ser Iglesia. La acción del Espíritu Santo de Dios no hace a nadie correr lejos del cuerpo de Cristo, más al contrario, nos injerta en él y allí nos invita a producir muchos frutos.

No debemos pensar en el Espíritu Santo, como si fuera un don individualista que viene a satisfacer solo mis necesidades personales, cuando que su misión es preparar a la Iglesia, esposa de Cristo para las nupcias eternas. Es claro que en esta preparación su acción deberá trasformar personalmente a cada uno de nosotros, ayudándonos a superarnos en nuestros límites, consolándonos en nuestras necesidades, pero no según nuestros proyectos a veces muy mezquinos, sino de acuerdo al sueño de Dios, haciendo de nosotros un pueblo santo, un reino de sacerdotes.

Estimado hermano por eso, es muy importante abrirse al don de Dios. Estar disponible a su acción. Permitir que él nos trasforme según el modelo: Jesucristo.

El Señor te bendiga y te guarde,

El Señor te haga brillar su rostro y tenga misericordia de ti.

El Señor vuelva su mirada cariñosa y te dé la PAZ.

Hno. Mariosvaldo Florentino, capuchino.

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Sábado de la séptima semana de Pascua

- “Tú, sígueme”. Jn 21, 22


Muchas veces, nosotros no queremos entender que la llamada del Señor es personal y queremos quedarnos a cuidar de los demás, mirando si hacen o no lo que Jesús les pide. Hoy el Señor nos sorprende en nuestras distracciones o en nuestras excusas y nos dice: “No te importe el comportamiento de los otros, no te quedes mirando o comparándote con ellos, o queriendo saber qué es lo que les pasa: tú, sígueme”. Hay una llamada del Señor para mí, y yo debo seguirlo sin mirar atrás o a los costados. Lo importante es el proyecto que Dios tiene para mí, no puedo dejar que mi entorno me paralice. Paz y bien.

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Viernes de la séptima semana de Pascua

«Y por tercera vez Jesús le preguntó: “Simón, hijo de Juan, ¿tú me quieres?”». Jn 21, 17


Todos somos débiles y muchas veces fallamos con el Señor. Al igual que Pedro, tantas veces le fallamos, no porque no le queramos o porque nos gusta pecar y estar alejados de él, sino porque nuestra fragilidad nos traiciona, habla más fuerte en nosotros nuestro barro. Sin embargo, en Jesús, Dios quiere siempre reconciliarnos, darnos una nueva oportunidad. Por eso, él mismo nos pregunta una y otra vez: “¿Me amas?” No tengamos miedo de decir como Pedro: “Señor, tú lo sabes todo, tú conoces mi fragilidad y, aun siendo débil, tú sabes que te amo”. El Señor nos abrazará. Paz y bien.

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